Me encanta la lluvia de septiembre recién imbuida de nostalgia. Las primeras gotas del recuerdo, vuelan a través de cielos violetas, que se desnudan ante la mirada de los caminantes.
El otro día estuve en Montserrat. Me empapé del bosque. De sus colores salvajes, llenos de vida, su silencio roto por campanas milenarias. Mis pasos cruzaban senderos casi vírgenes, y tropezaban con viejas piedras que apenas tenían rostro pero sí conservaban el alma de sus duendes. En lo más profundo del verde vientre, una cruz se erguía firme, arraigada en la tierra. Seguro que allí enterrado estaba el cuerpo de un valiente que quiso acabar su vida en un recóndito lugar rodeado de una extraordinaria belleza.
Unos días después escribí este poema.
Las montañas me saludan
con el abrazo de las abuelas
prieto y firme, a la vez.
Misterioso y oscuro.
Resuenan las campanas,
tenues gozos violetas
derramados
en un vasto cielo.
Y huele a lluvia…
Unos segundos después
el cielo chorrea lágrimas
de “la Moreneta”.
Se ha vaciado el viento
tiñéndose de seda verde.
El romero y eucalipto
se desplazan en silencio
palpitando en la noche.
La brisa de septiembre
descalza los hombros
de los peregrinos.
El alma se arrincona
en su armario y sale
confundida
entre ráfagas de incienso.
Y el silencio se abre
como nube de inocencia.
Alodia